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Lucía se está bañando. El jabón no solo huele a menta sino también a tierra, a sauce y pavimento. Mira sus pies: restos de esmalte rojo en las uñas mal pintadas hace dos semanas, el agua cubriendo toda la planta, escurriéndosele entre los dedos por la inercia de la caída y desapareciendo por el sendero del desagote. El pelo se le pega a la espalda, a los brazos y a los pechos que desorientan las gotas haciéndolas caer por donde no debieran. Se divierte con eso. Lamenta que el baño esté terminando. Pasaría horas dejando correr sus pensamientos fundidos al vapor. A su izquierda esperan sus dos toallas limpias, secas: una para el pelo, la otra para el cuerpo. Corre la cortina dificultosamente recordando, como cada vez que lo hace, que debe arreglar una arandela para que no se trabe al deslizar por el barral. Se seca la cara y sumerge su negra cabellera en una de las toallas. Con la otra, la del cuerpo, sigue el mismo recorrido de siempre, automáticamente: brazo izquierdo, brazo derecho, espalda, pecho, vientre, pierna izquierda, pierna derecha, sexo, muslos y se envuelve para salir. Su mano descubre del vapor el rostro: imagina su cara de anciana, con arrugas en los labios y en los ojos, las dos cosas que más aprecia de su cara. ¿Qué imaginará en el espejo empañado a los 60 años?. Junta su ropa y apaga la luz.
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