Rodeada de velas, desparramada como una partida de dominó, Lucía cierra los ojos en este momento y respira. Tiene los pies y las manos heladas, un jogging muy cómodo, una camiseta blanca un poco estirada que le queda enorme, el pelo suelto y la mente abierta. Suena alguna música, muy lenta, Lucía no sabe bien qué es. Se dedica exclusivamente a arrancar arándanos de la tierra, mientras avanza desnuda sobre un médano de hielo. Se resbala, el hielo se parte, cae al agua congelada; no siente frío, ni calor, ni nada. Algo en el fondo la atrae. Nada muy lento hacia un punto, no sabe cuál, pero sabe que hay algo ahí, algo que ella debe ver. Es más: es su responsabilidad llegar allí. No brilla, no se mueve, pero está ahí, esperándola a ella. Siente que le succionan un brazo, hacia su derecha y Lucía patalea, gime, grita: “tengo que llegar, tengo que ver”, y no es bastante. Las llaves giran en la puerta, con su ruido a engranaje. Lucía saluda, simpática y cordial, quedándose vacía para expresar que la salvó. Pero eso no importa. Al menos, no ahora. Ahora es cuando se sientan y se miran hasta descubrir quién es cada uno.
23.11.07
Lucía
6
Rodeada de velas, desparramada como una partida de dominó, Lucía cierra los ojos en este momento y respira. Tiene los pies y las manos heladas, un jogging muy cómodo, una camiseta blanca un poco estirada que le queda enorme, el pelo suelto y la mente abierta. Suena alguna música, muy lenta, Lucía no sabe bien qué es. Se dedica exclusivamente a arrancar arándanos de la tierra, mientras avanza desnuda sobre un médano de hielo. Se resbala, el hielo se parte, cae al agua congelada; no siente frío, ni calor, ni nada. Algo en el fondo la atrae. Nada muy lento hacia un punto, no sabe cuál, pero sabe que hay algo ahí, algo que ella debe ver. Es más: es su responsabilidad llegar allí. No brilla, no se mueve, pero está ahí, esperándola a ella. Siente que le succionan un brazo, hacia su derecha y Lucía patalea, gime, grita: “tengo que llegar, tengo que ver”, y no es bastante. Las llaves giran en la puerta, con su ruido a engranaje. Lucía saluda, simpática y cordial, quedándose vacía para expresar que la salvó. Pero eso no importa. Al menos, no ahora. Ahora es cuando se sientan y se miran hasta descubrir quién es cada uno.
Rodeada de velas, desparramada como una partida de dominó, Lucía cierra los ojos en este momento y respira. Tiene los pies y las manos heladas, un jogging muy cómodo, una camiseta blanca un poco estirada que le queda enorme, el pelo suelto y la mente abierta. Suena alguna música, muy lenta, Lucía no sabe bien qué es. Se dedica exclusivamente a arrancar arándanos de la tierra, mientras avanza desnuda sobre un médano de hielo. Se resbala, el hielo se parte, cae al agua congelada; no siente frío, ni calor, ni nada. Algo en el fondo la atrae. Nada muy lento hacia un punto, no sabe cuál, pero sabe que hay algo ahí, algo que ella debe ver. Es más: es su responsabilidad llegar allí. No brilla, no se mueve, pero está ahí, esperándola a ella. Siente que le succionan un brazo, hacia su derecha y Lucía patalea, gime, grita: “tengo que llegar, tengo que ver”, y no es bastante. Las llaves giran en la puerta, con su ruido a engranaje. Lucía saluda, simpática y cordial, quedándose vacía para expresar que la salvó. Pero eso no importa. Al menos, no ahora. Ahora es cuando se sientan y se miran hasta descubrir quién es cada uno.
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