11.9.05

La Mar


"A la mar fui por naranjas
cosa que la mar no tiene.
Me dejaron mojadita
las olas que van y vienen.


Ay! mi dulce amor
ese mar que ves tan bello,
Ay! mi dulce amor
ese mar que ves tan bello es un traidor."



El subía. Ella no.
Sus raíces eran demasiado cortas, no permitían llegar tan alto. En cambio, él tenía las raíces más fuertes e interminables del mundo. A veces, se enredaban bajo sus pies. Era ella la que, muy meticulosamente, se las desenredaba; poco a poco.
Ella prefería andar sobre la tierra segura. No le gustó nunca andar por ahi, elevada. Si le gustaba recolectar caracoles de las rocas. Le gustaba más aquellos, porque eran azules y grandes.
4 de febrero.
Como todas las semanas de verano, daban un paseo por la playa, antes de cer el sol. Apenas había una brisa cálida y leve. Si no fuera por el vaivén de la espuma en la orilla, el mar aprecía haber muerto.
Fue junto a una gaviota que pasó, imprevisto, su pensamiento: ella y sus cortas raíces clavadas en la arena. El, y su interminable libertad. Quedó casi inerte frente a la sorpresa de la revelación.
No dijo nada. Siguió caminando a su lado, arrastrando los pies, metiéndose entre la sal y la arena...tranquila.
No podría decirse que le cedió el paso al llegar, mas bien, se detuvo. El no se percató, ni siquiera la miró. Subió corriendo hasta lo más alto. Detalle que a ella le pareció suficiente.
Mientras ordenaba los caracoles, las ideas en su mente se acomodaban como un mapa desde donde surgían las certezas.
El subió. Ella no.
Esperó, clavada por sus raíces al suelo, por última vez.
Con el dolor del desentierro, a cada escalón, su gesto enrojeció: rojo de furia, rojo de ira, rojo de odio, rojo intolerante.
El estaba de espaldas, apoyado en la enorme ventana de cara al mar, delicia de la que ella nunca había gozado. Sus manos femeninas, rozando la madera, la mirada perdida en el horizonte. No percibió su presencia.
Ella dudó. No quiso ver. Tanto tiempo arrastrandose. Ya era tarde para acordarse de sus raíces, tan limitadas, que no le permitían mirar desde tan alto. Pero él si, el vivía mirándola desde arriba, regocijándose en su libertad, impune. Tenía ese poder, esa virtud, ese coraje.
Ella, tras su espalda, ya no lo toleraba.
El giró su cabeza, la miró a los ojos, y al instante, tan veloz como su arrepentimiento, se enterró en la arena, entre las rocas y el mar.
Ella subió, y por primera vez lo miró desde arriba, enredado en sus propias raíces. Sonrió y se prometió no volver, jamás, a poner un pie sobre la tierra.

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